“La vida es un derecho, no una obligación”
Los médicos Luis Montes y Fernando Soler, del Hospital Severo Ocho de Leganés se felicitan ante la voluntad del Gobierno andaluz de aprobar la eutanasia pasiva.
El debate ciudadano sobre una cuestión de tanto calado como el derecho de las personas a decidir sobre la propia muerte, suscita en los agentes sociales un cúmulo de pasiones y reacciones emocionales que interfieren, lo oscurecen y distorsionan alejándolo del clima de racionalidad que requiere un análisis reposado y multidisciplinar de un tema tan capital.
Partiendo de concepciones de la vida muy diferentes, cuando no radicalmente opuestas, las diferencias ideológicas generan a menudo una visceralidad que en nada contribuye a la expresión serena de puntos de vista ni a la clarificación de posturas.
Esos posicionamientos previos, esos “principios” en que se sustentan las diferentes visiones del problema, no sólo afectan al hecho nuclear del debate: a como uno entiende la vida y la muerte, también a la forma de entender la libertad y los derechos de las personas, a la visión misma de la sociedad y a la relación de los ciudadanos con las leyes. No es extraño pues que resulte difícil hacerse oír en medio de un debate tan ideologizado y entre sordos.
Quienes hemos sufrido en nuestras carnes cómo una práctica de buen hacer médico, la sedación de pacientes terminales, es decir el alivio del sufrimiento que la agonía comporta, dio lugar a la persecución más salvaje e injustificada de unos profesionales por parte de las autoridades sanitarias, sabemos algo de cómo desde el poder y sus medios de difusión se puede entorpecer intencionalmente un debate, confundiendo interesadamente sedación con eutanasia y eutanasia con asesinato, cuando no con supuestas limpiezas étnicas, exterminio de ancianos y discapacitados y otras lindezas que, si bien han sido finalmente desmentidas por los jueces, han ocasionado restricciones objetivas del auxilio médico en la muerte de las personas.
El miedo de muchos médicos a sufrir una persecución similar a la del Severo Ochoa ha causado mucho dolor innecesario que alguien deberá pagar alguna vez.
Por eso, recibimos con satisfacción la noticia de que el Gobierno Andaluz prepara una normativa dirigida a garantizar a los pacientes alguna cota de decisión sobre sus vidas y sobre el modo en que quieren morir, garantizando que ningún médico que comparta los puntos de vista del Obispo Emérito de Pamplona, les va a hurtar su derecho a morir sin sufrimiento.
Cierto es que los instrumentos legales existentes deberían ser suficientes para garantizar estos derechos, pero la realidad es que algunos de ellos parecen más dirigidos a lo contrario. ¿Qué sentido tiene si no, que la Ley de Instrucciones Previas (Testamento Vital) de la Comunidad de Madrid, gobernada por el PP, establezca en su artículo 3º-3 que “los profesionales sanitarios podrán ejercer la objeción de conciencia con ocasión del cumplimiento de las instrucciones previas”? Si tales instrucciones están restringidas a lo permitido en la propia ley y limitadas por la Lex Artis. ¿en qué norma ética puede basarse la negativa de un médico a seguir los deseos de su paciente rechazando un tratamiento que prolongue innecesariamente su agonía, o solicitando el alivio de su sufrimiento?
No podemos olvidar además, que esa supuesta Lex Artis puede convertirse en una patente de corso en manos de un grupo de autodenominados expertos, elegidos a tal efecto por cualquier político o servidor de políticos. El conflicto provocado por el consejero Lamela en el Severo Ochoa de Leganés es un magnífico ejemplo de que esta afirmación está muy bien fundada.
Tampoco vamos a pecar de optimistas, tenemos claro que esa futura ley andaluza, que ya se está rotulando, sobre todo por quienes afilan los cuchillos para rechazarla, como ley sobre la eutanasia, no va a entrar en la cuestión fundamental que la sociedad debiera estar debatiendo de no haberse frenado por la acción premeditada de los elementos más reaccionarios de la derecha y, por qué no decirlo, la cobardía de la izquierda en el poder que huye de un debate en el que no tiene claros los argumentos. Nos referimos, claro está, al derecho ciudadano a disponer el final de su vida cuando considera que lo que resta de ella no merece ser vivida.
Por contribuir modestamente a este trascendente debate, queremos expresar algunas de nuestras reflexiones:
En primer lugar, consideramos que la vida es un derecho, no una obligación.
Este derecho a la vida que se formula desde casi todas las constituciones, idearios éticos y religiones (aunque casi nunca ha impedido el exterminio de los contrarios en nombre de los dioses respectivos) en la práctica se encuentra limitado al derecho a no ser arrebatada por otro; en modo alguno a que uno mismo pueda disponer de ella. Las religiones ponen la propiedad de la vida en manos de sus dioses, de tal modo que las personas quedamos reducidos a simples usufructuarios de este bien que como tal, estamos obligados a preservar.
La vida se convierte de hecho, en una obligación. Los Estados, por cierto, aprovechan esta concepción de la vida obligatoria para ejercer dominio sobre las personas ya que nadie hay más libre que quien es dueño de su vida y la cohesión social no está basada tanto en la libertad real de los individuos cuanto en el dominio de los más por los menos.
La religión, con su doctrina moral y el estado con las leyes que traducen esos principios en la práctica, generan sin embargo contradicciones profundas que es preciso mostrar a los ciudadanos para su análisis.
La religión, con su doctrina moral y el estado con las leyes que traducen esos principios en la práctica, generan sin embargo contradicciones profundas que es preciso mostrar a los ciudadanos para su análisis.
Por ejemplo, el Tribunal Constitucional ha negado la existencia de un derecho fundamental al suicidio, que a nuestro juicio emanaría directamente del constitucional derecho a la vida. Esta negación del derecho a poner fin a la propia vida, choca con el derecho reconocido por la llamada Ley de Autonomía del Paciente, por las de últimas voluntades y por el propio Código Penal de 1995 que reconocen el derecho del paciente a decidir la no aplicación o la suspensión de tratamientos y procedimientos que pueden prolongar su vida, lo que en definitiva es dar preeminencia al derecho de autonomía sobre la obligación de preservación de la vida. ¿Qué lógica tiene que uno no pueda quitarse la vida y sí decidir que se le desconecte de un aparato respirador, lo que conducirá a la muerte de un modo cierto?
En esta incongruencia argumental de las leyes se llega a lo que a nuestro juicio es un desatino total: el Código Penal vigente desde 1995 (que ciertamente fue un paso en la descriminalización de ciertas conductas eutanásicas) establece el carácter de “necesaria” que debe tener una conducta en el marco eutanásico para quedar tipificada como delito. Quedan fuera del tipo penal las conductas que prestan una ayuda al suicidio sin la cual éste hubiera podido igualmente llevarse a cabo.
Por explicarlo más sencillamente: la jurisprudencia no considera delito la ayuda al suicidio eutanásico si éste hubiera podido llevarse a cabo de otro modo por el suicida; la conducta sería atípica por no necesaria. Llegamos así al hecho incongruente –y discriminatorio a nuestro juicio– de que no es punible facilitar un veneno a un paciente terminal que lo solicita, si el tal paciente hubiera podido terminar con su vida de esta u otra forma y sí resulta delictivo administrar ese veneno a un paciente que lo solicita y que no tiene la posibilidad de procurárselo a si mismo por estar impedido. Fue el caso de Ramón Sanpedro. De esta contradicción resulta que ayudar al suicidio eutanásico a un paciente que lo desea y lo solicita, es un hecho delictivo, aunque atenuado respecto de la ayuda al suicidio no eutanásico, sólo si el paciente está incapacitado para procurárselo a sí mismo. ¿Hay desatino más discriminatorio con el más débil que es el imposibilitado para llevar a actos sus decisiones?
Nuestra propuesta es que se establezca legalmente como principio generador de derechos, la autonomía real de los individuos, esto es, la capacidad de decidir por si mismos cuándo consideran que su vida ha dejado de ser un bien y, consecuentemente, el modo y momento de ponerle fin. Establézcanse todas las garantías legales precisas para evitar los abusos pero déjese que los médicos decidamos hasta dónde entendemos que debe llegar nuestro compromiso de procurar alivio al ser humano doliente.
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